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Con los piés por delante

 

Mr. Humes, sonreía con mirada distante recostado en la camilla. Al observarle, me daba la sensación de que estaba escrutando el techo como si algo le interesara. Sus grandes carrillos lucían rosados. Estaba orgulloso de mi mismo. Lo cubría una aséptica manta, que apenas podía esconder su orondez.

Seis horas retocando aquí y allá y una sesión con la máquina inyectora, hicieron milagros. Había usado líquidos conservantes con aproximadamente un ocho por ciento de formol, 8000 mililitros para ser exacto, la cantidad adecuada para un cuerpo como aquel. La inyectora regulaba presión y vacío, mientras drenaba la sangre desde la carótida, esto provocaba la flexibilización del tejido y proporcionaba al cuerpo un color sin duda muy saludable. Mr Humes parecía no haber despertado de la siesta.

El gran Mr Humes, por lo que había oído su grandeza tan solo era solo aplicable a su masa corporal y a sus cuentas corrientes, no a su moralidad.

Al parecer iba a ser enterrado en un gran panteón y tener un funeral con honores. Me habían dicho que querían que estuviera deslumbrante. Su mejor smoking ya se encontraba en el armario, su viuda lo había traído. Creo que ella se tomó su tiempo para elegirlo, creo que lo hizo casi con deleite. Al parecer, para ella también era un gran día. Esposa liberada y principal usufructuaria de sus bienes. Un gran acontecimiento.

Creo que no había nadie en la ciudad que no conociese a Mr. Humes, tampoco había nadie que le amase, y no estaría siendo exagerado. Sin embargo, yo si le amé, como amo a todos los que engalano para su último viaje. Cuando se encuentran aquí, reposando a mi cargo, parecen estar hablándome con su mirada inerte. ¿Sabíais que observando las arrugas faciales se puede hacer un análisis psicológico post mortem?, estas pueden indicar si un individuo había sido feliz o si, por lo contrario, esbozó una amarga mueca durante toda su vida. Aquellos restos eran más auténticos de lo que lo fueron en vida. Los vivos mentían se ponían sus máscaras y asistían al baile del carpe diem divertidos y engañados. Pero ellos no.

Lo hice lo mejor que pude, pero sabía que por muy bello que lo dejase, nadie iba a llorar por él. Nadie excepto yo.

Até una cinta de seda roja a su antebrazo, mañana al vestirlo no se vería con las mangas del traje. Era mi marca, una forma de decirles que, aunque ya no estuviesen aquí, hubo alguien que derramó una lágrima por ellos, fueran como fuesen. Yo sabía que lo hacía más por mí mismo que por ellos.

Unos golpes en el piso de arriba y unas voces interrumpieron mi ritual, eran los niños. Ya eran las siete, ¡qué rápido había pasado el tiempo!, no sabía que me iban a venir a recoger al trabajo. Teníamos una cena en familia, que ganas tenía de ver a mis sobrinos. Si tardaba mucho y les hacía esperar, querrían bajar y ver cadáveres y toquetear cosas, los niños son así.

Recogí todo en cuestión de minutos y me aseé. Eché un último vistazo, al rostro inflado de Mr. Humes, a esos ojos juntos y esa nariz aguileña, a esa cara de miserable. Y le di un beso en la frente. Le tapé con la sabana y lo aupé de la camilla a la bandeja de la cámara de conservación. Solo sus pies sobresalían debajo de su cobertura.

Puede que no todos los que habían entrado en aquella sala hubieran tenido una gran vida ni un gran funeral. Pero había una cosa en la que, para mí, todos eran iguales. A todos los veía salir de ella con los pies por delante.

Yo también lo hice corriendo escaleras arriba, en pos de mis sobrinos, saltándolas de tres en tres. Llevaba en la mano obsequios para ellos. Cintas rojas, una para cada uno.

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