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EL SEÑOR DEL PÁRAMO

 

En las retinas del pájaro negro se reflejaba, oblonga, la luna, La noche le escoltaba y parecía rendirle pleitesía. El cuervo alzó el vuelo dejando la alambrada atrás, sobrevolando el páramo. Vio solo polvo y esquejes, vio cadáveres salpicando la llanura. La propia luna parecía denunciar el espectáculo alumbrándolos de forma tenue.

Comió aquí y allá los retazos grises de muerte. Probó mejillas, brazos y piernas, se hizo el señor de ese desierto de ceniza.

Con su hambre satisfecha y la mirada en la lejanía, el cuervo voló de nuevo, solo para después caer. La causa fue impacto en su cabeza. Creyó oír unos pasos, una voz ronca y entusiasmada, febril. Era un muchacho:

—Parece que, por fin, comeremos hoy —le dijo a alguien más, y se lo llevó de las patas.

El cuervo se hizo uno con el páramo. Nadie es señor mucho tiempo en el reino de la muerte.

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